domingo, 27 de julio de 2008

Hoy empieza el camino

Para los que no saben nada de mi, decir que este año me ha cambiado la vida.
Así, sencillamente, pero con tal intensidad que no puedo, por menos que sorprenderme y alegrarme cada día por un regalo de vida que habiendo comenzado hace treinta y siete años, ha tomado forma este año.

Para todos y todas las que me conoceis ya sabeis de que hablo y los que no, os ireis enterando cada día un poco más.

Este blog nace con la vocación de ser el relato de un camino hacia el oeste, hacia el interior y hacia Santiago.

Comenzó una mañana, compartiendo con unos amigos y amigas una charla en una sala en Orio, bajo la atenta mirada de Raquel, Elena, Marian, Roberto, Martha, Carlos, Asier, Pablo, Malu, Ainhoa, Michele, Manu, ....

Vuelvo a poner aqui las palabras de Cavafis para recordarme cuál es el sentido de este viaje:

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.

Desde la vizcaina playa de Azkorri, un abrazo y un beso a mis ángeles de la guarda...
Mañana, más

4 comentarios:

Michele Iurillo dijo...

Me gusteria recorrer este camino.. contigo..

Quiza a partir de octubre tenga tiempo para reflexionar.. y hacer el camino de santiago..

Michele Iurillo dijo...

Mira esto...

http://micheleiurillo.blogspot.com/2008/07/vado-itaca-con-theo.html

ahahah

Pablo Garmendia dijo...

Para tí..., para todos...

Un abrazo desde el alma.

Pablo

Eran las 05:30. Caminaban de noche, atravesando los campos de trigo recién segado. La llanura castellana recibía en calma el abrazo de la luna llena, que bañaba el Camino con la pureza de su luz. Una estrella fugaz rubricó con serenidad y elegancia aquella blanca esfera que les sonreía desde un cielo rebosante de titilantes luminarias. Las constelaciones parecían poder alcanzarse con la punta de los dedos. A su espalda, el nuevo amanecer permanecía agazapado. Minutos después, la naciente claridad se fundiría desde el este con la lunar. Ambos astros obsequiarían con su vibrante energía a los peregrinos, en su ruta hacia Santiago de Compostela. Lucía caminaba delante de él. La brisa de la mañana mecía sus cabellos mientras marcaba sus pasos con una energía repleta de gracia. Instantes así quedaban grabados a fuego en la memoria.

“Buen Camino”. El saludo se repetía entre los caminantes, transmitiendo una profundidad difícilmente comprensible para quien no haya sentido nunca su llamada. Los primeros días estaban marcados por el sufrimiento y la superación. Los dolores musculares quemaban a cada paso, las plantas de los pies se resentían al pisar en cada piedra. Al menos, las temidas ampollas no habían hecho acto de presencia. Un calzado adecuado y usado, transpirable, los calcetines sin costuras, así como la disciplina de aplicarse vaselina en los pies antes de comenzar la etapa diaria, los mantenían frescos, hidratados y lubricados, evitando los roces y salvándoles de la principal pesadilla de los peregrinos.

El Camino. Brian vivía el Camino. Lo recorría, lo respiraba, lo bebía, lo sentía como parte de sí. Rememoraba ahora, con una sonrisa en los labios, aquella ponencia en Deba que marcó el comienzo. Cuando Lucía caminaba delante de él, volvía el recuerdo de aquél día sobre las rocas de la playa, y la magia renacía en su corazón. Tras varios años juntos, años inolvidables de amor, de conocimiento mutuo, de diversión y de alguna que otra discusión, habían contraído matrimonio en Bilbao. Le vino de nuevo a la memoria su imagen entrando a la iglesia, con su hermoso vestido blanco, mientras el coro inundaba el templo con el “Gloria” de Vivaldi. Parecía un ángel descendiendo de los Cielos. Revivió cuánto le dolía la cara de sonreír, y cómo era incapaz de dejar de hacerlo. Era feliz. Durante este tiempo, habían afrontado mejores y peores momentos, pero siempre terminaba prevaleciendo la profunda conexión que existía entre ellos, entre sus centros, entre sus almas.

En lo personal, y en lo profesional, habían sido años de exploración, de crecimiento. El método que le había transmitido Flamehill había sido el primer paso, y sus ecos siempre permanecían latentes, aunque se abriese a nuevas vías. Se había esforzado en seguir la recomendación de tratar a todo el mundo con respeto, y pronto se dio cuenta de que no era tan fácil. Sonreír y ser educado con un vecino era una cosa, pero sentir respeto por el jefe o el colaborador que te pone la zancadilla era otra. Con el tiempo, comenzó a experimentar lo que Flamehill había querido explicar. No era cuestión de “conjurarse” para tratar a los demás con respeto, no era una técnica a aprender, ni una fachada con la que cubrir las verdaderas emociones que sentía al enfrentarse a relaciones difíciles. El respeto profundo comenzó a surgir de manera imperceptible, silenciosa, hasta instalarse en su estado emocional y mental habitual. Manaba de la sensación profunda de estar en la senda adecuada, a medida que aumentaba su conocimiento acerca de sí mismo, de sus rutinas mentales, de las situaciones que catalizaban determinados estados emocionales. Poco a poco, al identificar estos procesos, se iban disolviendo, quedaban superados, cada uno a su ritmo, liberando su mente de ataduras y permitiéndole ver a los demás y a sí mismo, desde una posición distinta, una posición de comprensión, de conexión con el otro, de cercanía. Aprendió a ver sus propios miedos, a ser consciente de que, al fin y al cabo, eran parte de él. Y un día, bajo la gárgola de madera de un monasterio, que representaba a un demonio de gesto burlón, sintió que la única forma de desprenderse de ellos era abrazarlos, aceptarlos como propios. Sintió un profundo respeto por sí mismo, por ese ser que tenía miedos y aun así seguía adelante. Que cometía errores y se volvía a levantar. Sonrió a sus temores y el gesto del demonio cambió. Ya no se burlaba, el asombro se asomó por un instante a sus ojos de haya y allí quedó, como un trozo inerme de madera. Brian se alejó, con la sonrisa calmada del general que sabe que no ha terminado la guerra, pero que la recién ganada batalla era esencial.

Su vida era tan normal como la de cualquiera. Tenía sus altibajos, pero cuando las cosas parecían a punto de descontrolarse y la ansiedad asomaba su afilado hocico desde las aun no desinfectadas profundidades de algún recoveco de su mente, una fuerza interna le atraía de nuevo, y el arraigado recuerdo de todo lo comprendido le ponía de nuevo sobre la senda de la serenidad. Este “músculo interior” había requerido buenas dosis de disciplina, durante varios años. Ahora, quince o veinte minutos al día eran suficientes para que no se anquilosara. La respiración profunda desde el abdomen, la observación de sus estados de ánimo o de los pensamientos que allanaban su mente de manera aleatoria, la atención despierta sobre sus percepciones corporales..., le ayudaban a mantenerse centrado, superando la vieja pero persistente argucia de la psique, que trataba una y otra vez de llevarle a su terreno, a las imágenes, a las ideas preconcebidas, a los viejos hábitos mentales. Con unos pocos minutos diarios, aquella fuerza interior se mantenía presta para rescatarle de tan peligroso viaje.

Caminando bajo las estrellas, con el amanecer despuntando a su espalda, se sentía en uno de esos momentos en que el universo entero fluía a través de él.

Cada piedra que se hundía en la planta de sus pies le recordaba que la vida era superar obstáculos, sin rendirse ante ellos. La pequeña victoria que suponía alcanzar el final de cada etapa le susurraba que un proyecto, una meta, una ilusión, solo pueden alcanzarse a través del trabajo, de la lucha, de la entrega, de la superación de las barreras que a diario nos encontramos. Cada paso era el Camino. Cada firme decisión era la Vida. Cada dolorosa pisada le hacía concentrarse en la senda que recorría. Paso a paso. “Golpe a golpe, verso a verso”, que sobre la estela de Machado cantara Serrat. Llegar a Santiago era la meta, pero el valor se entrelazaba con el día a día.

Brian observaba cómo cada peregrino realizaba su camino. Algunos se limitaban a caminar, sin apenas detenerse. Querían llegar los primeros a cada albergue, conseguir los mejores sitios, la parte baja de las literas, las más alejadas de las zonas de paso. Casi no hablaban con nadie, se acostaban muy pronto y se molestaban mucho ante los ronquidos o cualquier otra cosa que les impidiera dormir las horas que tenían programadas.

Recordaba aquella forma de ser que le llevó progresivamente a la crisis con la que llegó a Deba. La forma de recorrer el camino era un espejo de cómo vivía cada uno su vida. ¡Qué distinto era vivir el Camino que recorrerlo sin más!. Cada nueva persona que se conocía, cada “buen Camino” que se deseaba, cada mágico lugar en el que detenerse y abrir los sentidos. Cada vaso de vino que compartían, cada ayuda que se prestaba, cada ayuda que se recibía.

Su disciplina de autoconocimiento era un apoyo inestimable. La comprensión del yo idea, el personaje, el yo ideal, la configuración de su propio “armario” mental... le había ayudado de manera determinante a cambiar sus sistemas de referencia. Ahora, los métodos eran lo de menos. Muchos eran válidos, si se comprendía su esencia, si no se caía en la tentación de confundir el piano con la música. La filosofía, la religión, la psicología, la meditación, el coaching..., todo era válido mientras el método, el rito, ni mucho menos el maestro, no se convirtieran en un fin en sí mismos, en objetos de veneración ciega, sino en un vehículo para vivir la vida desde la profundidad del cuerpo, de la mente, del corazón.

Miró a Lucía con admiración y cierta envidia. Ella no había necesitado las indicaciones de Flamehill, ni las de nadie. Ya era así su vida cuando llegó a Deba, y casi a diario le servía de ejemplo viviente. Era una de esas personas por las que la energía fluye sin impedimentos. Cada caminante era un Camino, y los suyos se habían cruzado. Dio por ello gracias al cielo, a la luna, a las estrellas, al sol que asomaba su nariz tras el horizonte. Un ratón de campo se detuvo a la vera del sendero. Les observó con curiosidad, arrugando el hocico, y se perdió de nuevo entre los trigales. Un jilguero elevó su canto saludando al nuevo día, mientras la suave brisa tañía con delicadeza las hojas de su ciprés. Lucía se volvió y su sonrisa inundó de calidez la magia del momento. Siguió caminando, paso a paso, aceptando el dolor de cada pisada como un acorde más en la melodía del camino. La vibrante energía de todo lo que existe sonreía a través de él.
Se detuvieron en la Plaza del Obradoiro, frente a la catedral de Santiago de Compostela. La meseta castellana había dejado paso a los primeros montes leoneses, hasta difuminarse en las húmedas y frondosas montañas gallegas. Cada aldea, cada paraje, cada pequeño instante había actuado como estímulo, haciendo aflorar la energía interior, tan necesaria para abordar la etapa del día.

Allí, parado frente a la catedral, recordó la oración con la que les bendijo el sacerdote al unirles en matrimonio:

Que el Camino se os abra a medida que os adentréis en él.
Que el viento sople siempre a vuestra espalda.
Que el sol inunde y caliente vuestro rostro.
Que la lluvia caiga mansa sobre vuestros campos.
Y que, hasta nuestro próximo encuentro,
Dios os guarde en la palma de su mano.

Miró a los peregrinos que habían convivido con ellos tan largos días, y repitió en voz baja la oración para cada uno de ellos. Habían conocido a mucha gente, de todo tipo. Era una de las mayores riquezas que podían obtenerse del Camino. Recordó con especial cariño a Mikka, la pequeña hechicera de Nüremberg que les obsequió con su energía, su fuerza interior, su bondad y su sonrisa. También a Maya, la húngara de oscura belleza y el fuego de Budapest en los ojos. Y a Miriam, la eterna sonrisa italiana, que a todos contagiaba de su alegría, aunque las ampollas le hicieran apretar los dientes de dolor. Le sorprendió cómo se parecían a Lucía, eran cuatro brujillas blancas, inagotables focos de luz, tan distintas en su belleza exterior y tan iguales en la interior. Pasaron juntos días inolvidables, compartieron cansancio, dolor, superación y alegría con muchos caminantes, de circunstancias tan diferentes, como idéntica era su positividad. Cliff, el anciano peregrino de Oxford, que no se arrugaba ante sus problemas de salud y caminaba impulsado por la juventud de su mirada. Arnaud, el valiente abogado parisino que había abandonado la seguridad de su empleo en un banco, para caminar y volcar su corazón sobre el papel. Alberto, el madrileño noble y bonachón que les acompañó en los primeros pasos del camino. Otro Alberto, el duro luchador florentino que buscaba calmar el dolor de su corazón. Angel, Damian, Uli, Istvan, Bruce, Mike, Thomas, Emiliano, Linda, Simonetta, Manuel, Antonia, Manolo, Daniel..., tantos nombres, tantos orígenes, tanta energía buscando expresarse. Todo se reducía a lo mismo: energía. La energía del mundo, inmensa, infinita, pero concreta al mismo tiempo, tomando forma en cada ser que habita este universo.

Tras Santiago, cada uno seguía su rumbo. No era el final, sino una nueva etapa, el comienzo de un nuevo Camino. Con nuevas piedras hiriendo los pies, nuevas cuestas que subir, obstáculos a sortear, problemas a solucionar, ilusiones a conseguir. Lo importante era seguir caminando, siempre caminando, sintiendo en cada paso, en cada golpe, en cada beso..., el regalo de la vida. Abrazó a Lucía. Se sentía feliz. No hacía falta nada especial para ello, tan sólo sentirse vivo, a cada instante, unido a todo y a todos desde su propia individualidad. Una anciana peregrina les miró y una cálida sonrisa transformó de un solo trazo el arrugado lienzo de su rostro. “Buen Camino”, les dijo con acento de quién sabe dónde. “Buen Camino”, le respondieron, desde el fondo de sus corazones.

chagüen dijo...

Pues sí, así son los viajes o deberían ser, como dice Kavafis, sin miedos ni bobadas que te han perder el tiempo, dejando cada vez más de ser uno, para ser más lo otro, viviendose en cada cosa que vemos. De ahí lo del propio tiempo.

besos!